Estoy viva como fruta madura dueña ya de inviernos y veranos,
abuela de los pájaros,
tejedora del viento navegante...
No se ha educado aún mi corazón y, niña, tiemblo en los atardeceres, me deslumbran el verde, las marimbas y el ruido de la lluvia hermanándose con mi húmedo vientre, cuando todo es más suave y luminoso. Crezco y no aprendo a crecer, no me desilusiono, ni me vuelvo mujer envuelta en velos, descreída de todo, lamentando su suerte. No.
Sí. Es verdad que a ratos estoy triste y salgo a los caminos, suelta como mi pelo, y lloro por las cosas más dulces y más tiernas y atesoro recuerdos brotando entre mis huesos y soy una infinita espiral que se retuerce entre lunas y soles, avanzando en los días, desenrollando el tiempo con miedo o desparpajo, desenvainando estrellas para subir más alto, más arriba, dándole caza al aire, gozándome en el ser que me sustenta, en la eterna marea de flujos y reflujos que mueve el universo y que impulsa los giros redondos de la tierra. Soy la mujer que piensa. Algún día mis ojos encenderán luciérnagas.
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